viernes, 19 de junio de 2015

El juego debe terminar

El Dr. Juan Carlos Pacífico, Encargado del Registro de Pergamino N° 2, es también Vicepresidente de la “Biblioteca Pública Municipal Joaquín Menéndez” de su ciudad. Juan Carlos escribe desde hace siete años en Panorama historias referidas a jalones que marcaron de su juventud en la ciudad, cuya veracidad o ficción constituye apenas un matiz de escasa relevancia. En nuestro número 34, el relato publicado es éste que aquí posteamos, referente a culminación de una partida de Backgammon en el bar "El Griego" de su ciudad. 

Por: Dr. Juan Carlos Pacífico: juance90@hotmail.com
Ilustraciones: Walter Pacenza: wapachen@hotmail.com

"El número de todos los átomos es, aunque desmesurado, finito, y sólo capaz de un número finito de permutaciones. En un tiempo infinito, el número de permutaciones posibles debe ser alcanzado, y el universo tiene que repetirse”
 J. L. Borges, Historia de la Eternidad

Ese domingo de julio fue especial, llovía copiosamente y el frío del invierno se hacía notar transformando la ciudad en una gran masa de cemento careciente de toda vida humana, las calles desoladas recibían el agua y viento en espartana espera.
Mi despertador interno replicó fuertemente, no tuve más opción que levantarme y sumergirme en la rutina matinal evitando despertar a mi familia que dormía plácidamente.Me abrigué, saqué el auto del garaje y pensé: el único bar que hoy está abierto es el mío y hacia allí fui, a ese bar emblemático: “El Griego”.
Arribé envuelto en tribulaciones mañaneras  y vi que El Griego estaba recibiendo la tanda de facturas humeantes que “La Espiga de Oro” produce cada mañana en su horno a leña propiedad de un descendiente piamontés -Gianni P.- famoso por sus ocurrencias culinarias y su férrea administración.
Me bajé  rápidamente a ayudar a el Griego que inmediatamente prendió la máquina de café, el lugar estaba calefaccionado y al calor de un ambiente que hice mío desde hace años comencé a hojear el diario local mientras esperaba ese café con leche que El Griego prontamente apoyaría en mi mesa. Por supuesto que él se sentará conmigo como un comensal más hojeando otro ejemplar  bebiendo su café negro, según él hecho con las mejores manos de todo el pueblo.
Así estábamos disfrutando del desayuno en una isla rodeada de frío, agua y un silencio sepulcral; por un fugaz momento me pareció que ese silencio se correspondía con la Biblioteca Municipal y que todo desaparecía a mi alrededor para transformarse en una inmensa biblioteca materializando ese deseo innato de crear en cada lugar un espacio de libros y conocimiento.
La luz de unos faros de un lujoso automóvil nos despabiló introduciéndonos en la realidad fría y lluviosa que la lectura había borrado por unos minutos. Estacionó justo frente a la puerta, el Griego sin medir palabra se levantó e instintivamente tomó el camino del mostrador parándose delante de la máquina de café.
Y así sucedió; se bajó del auto un hombre mayor, tal vez de mi edad, intuí que no era de mi pueblo por que nunca había visto un vehículo semejante, entró protegiéndose de la copiosa lluvia que arrasaba en ese momento, saludó y al verme vino directamente a sentarse en mi mesa; el Griego se asombró, intentó frenarlo diciéndole que esa mesa es la que utilizaba él y sus amigos pero el extraño ni contestó , sonrió y dijo: “ Uds. los del interior tienen cada costumbre que me recuerda a mis años aquí y el apropiarse de las mesas de los bares es una de ellos ”.
No pude menos que sonreír porque es cierto. Al instante estaba sentado frente a mí. Mi sonrisa no se había borrado, pero no me gustó esa forma de entrar, esa forma de plantarse ante el Griego y menos que se sentara sin pedir permiso alguno; traté de disimular, el Griego mientras tanto tenía en su manos su celular e imaginé que era para llamar a la Policía.
Sonreía y mirándome fijamente me espetó: “¿No te acordás de mí?”; lo miré fijamente, pero mi mente se debatía en los innumerables rostros que surcan nuestras vidas y no pude menos que rendirme ante la ceguera del olvido.
El “no” rotundo con pedido de disculpas resonó en el bar con estridencia y entonces, ya con su café cortado, el extraño comenzó a relatar su vida, que en algún momento me involucraba y lo hacía con el desparpajo de quienes nada tienen que perder, de quienes vuelven a lugares en los que estuvieron y dejaron algo de sí.
Cuando me dijo su nombre: Ariel P.P. me estremecí, inmediatamente mi mente puso en mi su rostro joven de actor de cine y personalidad altanera no exenta de rasgos altisonantes propios de aquellas familias que en tiempos antaños pertenecían a la más rancia aristocracia, dueñas de la tierra más feraz y productiva.
Mi pueblo está enclavado en la pampa húmeda y desde siempre los propietarios de las tierras, que dan trabajo a parte de la fuerza laboral local, recorren sus propiedades, veranean y circunstancialmente se hospedan aquí, pero viven en la Capital Federal, allí nacieron y allí seguirán viviendo.
Muchas veces ha pasado que hijos díscolos de esas familias acomodadas pasan años en el pueblo por cuanto su conducta en las escuelas privadas de Nuestra Capital impide la continuación escolar y son expulsados o invitados a irse.
Es entonces que recalan aquí van a los colegios públicos, a veces esos injertos fructifican, y los adolescentes se adaptan rápidamente y se mimetizan con nuestras costumbres, pero siempre regresan a Buenos Aires y muy de vez en cuando se los vuelve  a ver. La clave del éxito está en el respeto por la diversidad y fundamentalmente en la ausencia de toda conducta que haga ver las diferencias económicas, que son importantes, pero que en esa edad con pericia pueden ser salvadas.
Pero hay otros, Ariel P.P. fue un estandarte de esos otros, que al ser invitado a irse de su colegio Porteño vino a vivir en calidad de castigado y esa inserción, a presión , termina notándose y generando mucha tensión por que la forma que él tenía de protegerse, de manifestar su rebeldía era sobreactuando haciendo notar, permanentemente, las diferencia transformando la burla por el supuesto inferior en el ariete que lastimaba e impedía todo acercamiento y muchas veces, lamentablemente, no estaba solo por que algunos se plegaban sin miramiento conformando un mini ejército comandado por un extraño que merced a su situación social y económica encabezaba las acciones contra aquellos que pensábamos distinto y por sobre todas las cosas abrazábamos la austeridad y la humildad como principal premisa. Hoy lo llamaríamos bulling.
Esos grupos siempre existieron y también tenían un club que los arropaba: los propietarios de la tierra habían fundado el Club Social y los del pueblo e inmigrantes el Club Argentino.
Ariel, como dije, comenzó a contar su vida sin ningún miramiento y con la misma soberbia que recordaba, el Griego y yo nos mirábamos sin poder frenar esa catarata y sin poder intervenir, nos habló de su vida actual de sus viajes a todo el mundo de sus conquistas femeninas y de sus posesiones varias y que había tomado una determinación importante: se iba a mudar, definitivamente, al campo que todavía conservaba y merced a su inteligencia y buenos negocios había ampliado y pretendía consolidarlo, volvía a un auto exilio por que a pesar de todo lo viajado y vivido, recordaba con alegría sus cuatro años de secundaria transcurrida en los años setenta y al mismo tiempo que guiñaba el ojo en clara demostración soberbia dijo: “Vengo a terminar un juego que en su momento no pude ganar, pero que hoy, seguro, lo logro; ha sido un viejísimo anhelo que me acompañó desde que partí, nunca lo olvidé y me juramenté finalizarlo y ganarlo por paliza”.
Interiormente volví a experimentar la misma bronca e impotencia que sentía entonces, por que no podía imaginar semejante desparpajo y fanfarronería cubierta de risotadas y burlas por doquier; intenté permanecer callado, tal vez los años nos imponen una prudencia que antes no teníamos y me acordé de varios encontronazos que tuvimos en las competencias de backgammon, él representando al Club Social y yo al Club Argentino y particularmente la última -a esa se refería indudablemente- que no concluyó o que mejor dicho terminó en un escándalo de proporciones que todavía resuena en los oídos de los bares cuando los contertulios recuerdan historias que cada generación se encarga de rescribir cual hipérbole voluntaria de creación colectiva.
El  Club Argentino fue fundado por los pobladores locales a los cuales, con la llegada de las corrientes inmigratorias, se les sumaron  los gallegos, italianos, croatas,  árabes, etc; fueron estos últimos los que lo incorporaron a los juegos de mesa con el nombre que ellos lo conocían: tawla, rápidamente se expandió por el pueblo y a los pocos años lo jugaban todos con gran ansiedad no exenta de grandes apuestas y problemas.
En algún año de nuestra secundaria el Municipio Local decidió organizar una  Olimpíada con las juventudes de cada Club local en una sumatoria de puntos generales; en la última jornada el Club Argentino y el Social estaban empatados en el primer puesto muy lejos del resto  y era justamente la partida de backgammon la que iba a desempatar y proclamar al campeón.
El representaba al Social, yo al Argentino.
No era la primera vez que jugábamos por que ambos éramos los mejores en nuestras categorías y siempre existió una rivalidad jamás disimulada y, ahora me doy cuenta, no olvidada .
Me enseñaron a jugarlo mis abuelos sirios y mis tíos y luego en el Salón del Argentino di rienda suelta a esa pasión de los dados y fichas que resonaban en las tablas del tablero con una música única para mí.
El aprendió en su Club Social y se perfeccionaba en Buenos Aires y me consta que compartíamos la misma pasión pero también la misma rivalidad, él quería ganarme a mí y yo a él, jugábamos con la fortaleza de los gladiadores.
Hoy, al pensar esto no logro entender esa pasión desenfrenada o tal vez sí,  pretendía doblegar al distinto, al que no quería, al que se burlaba de nuestra forma de ser (así lo veía en ese momento) ese juego reemplazaba la lucha física, lo entendí después.
El salón del Consejo Deliberante estaba lleno de hinchas de cada Club y los cánticos resonaban como en una cancha de basquetbol o fútbol, el juego se desarrollaba normalmente hasta que una actitud de soberbia de Ariel al obtener un doble seis hizo estallar a mi hinchada y de ahí en más el desmadre fue total, los golpes, empujones e insultos dominaron el recinto, vino la policía y las Olimpiadas carecieron de un ganador.
Nos juramos venganza y muertes por doquier, pero al poco tiempo él se volvió definitivamente a la Capital y nunca más nos volvimos a ver; el tiempo fue enfriando esa bronca que sentía y esa sed de venganza enfermiza que solo se justifica si la vemos con los ojos de la adolescencia.   
Sin embargo, frente a él en ese domingo frío y lluvioso experimenté esa bronca y deseo de venganza de ganarle y definir esas Olimpiadas, increíblemente mi mente se situó cuarenta años atrás con los mismos sentimientos de entonces.
Él, lo vi en sus ojos, sentía lo mismo se lo dije por que le repetí su frase dicha minutos atrás: venía a terminar una partida y ésa era la que no pudimos finalizar.
El Griego estaba absorto y no podía creer lo que estaba escuchando, se levantó de su silla fue al depósito y trajo una pequeña caja de madera tallada con ornamentos de nácar que disimulaba un tablero de backgammon, la puso delante de nuestros ojos, distribuimos las fichas y la partida empezó.   
Pasaron cuarenta años de esas olimpiadas y hoy en ese domingo de julio frío y lluvioso  iba a ver un final y un ganador, con el sonido del los dados lanzados al chocar con la madera nos transformamos, el bar adquirió las dimensiones del Consejo Deliberante y la atmósfera fría y lluviosa se convirtió en bullanguera pudiendo distinguir las voces de mis compañeros que con cada movida de ficha festejaban o se lamentaban;  nuestra mente tiene esas cosas, ese poder transformatorio de un exterior que se amolda a lo que fue entonces, a lo que pasó, intuí que la historia circular hacía su aparición en un pequeño pueblo de la pampa húmeda que se ve siempre igual y que sólo logra descifrar el paso del tiempo a través de sus habitantes, de sus desventuras y alegrías, de otra manera la infinitud hubiera podido regodearse y quedarse, lo humano la desplazó,  definitivamente.


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